El señor Juan Pérez (nombre cambiado) tuvo el golpe de suerte con el que todos soñamos: se ganó el premio mayor de la lotería en sorteo de agosto del año 2007, que se había llevado a cabo con la autorización o anuencia de las entidades gubernamentales de supervisión. Imagino que celebró a rabiar, soñó con todo lo que haría con el dinero ganado, cómo ayudaría a sus familiares y amigos más necesitados, en fin, en cómo le habría de cambiar la vida.
Pasado el guayabo se dirigió a las oficinas de la lotería para cobrar su premio, pero sólo encontró un aviso en la puerta que anunciaba no funcionaba más por decisión de la Superintendencia Nacional de Salud. Sus sueños se vinieron al suelo y comenzó un viacrucis que le tomó 17 años recorrer. Se enteró entonces que la lotería no tenía dinero para atender el premio y que había sido intervenida con fines de liquidación. De la dicha no quedó sino el dolor de cabeza y la cuenta de los gastos de la fiesta con que había celebrado su – supuesta- buena suerte.
En reciente sentencia el Consejo de Estado puso fin al largo camino que recorrió el demandante desde cuándo creyó su suerte había cambiado dramáticamente, pasando por las duras etapas de la duda y la desconfianza que se fraguaron en su alma no solo por cuenta de la falta de pago del premio, sino y sobre todo por las dificultades y tardanzas propias del sistema judicial que lo llevaron a imaginar, sospecho, que jamás vería algún peso de los muchos que creyó la suerte le había puesto en su camino.
En la sentencia el Consejo concluyó que la Superintendencia de Salud había actuado tardíamente en el ejercicio de sus facultades, que no eran discrecionales sino mandatorias, y había permitido un sorteo en que prometió premios millonarios con cargo a recursos con los que no contaba, defraudando la confianza que en el público predominaba no sólo por la naturaleza de empresa estatal que tenía la sociedad emisora de los billetes, sino y en especial por el hecho de anunciarse que tanto las operaciones de la lotería cómo las rifas celebradas estaban vigiladas por un ente especializado que ejerce funciones por delegación del Presidente de la República.
Señaló que la omisión en el ejercicio de funciones administrativas es fuente de responsabilidad cuándo, probada la existencia de la función, conforme las reglas de atribución de causalidad adecuada, era posible concluir que eliminada del conjunto de causas esa omisión, no era posible concluir la realización del evento. Dijo la sentencia que entonces la omisión administrativa tuvo la “…virtualidad jurídica de que el eventual cumplimiento habría interrumpido el proceso causal de generación del daño.”
17 años más tardes y superados grandes escollos, audiencias, recursos y miles de folios que forman el proceso, Juan Pérez constató que es cierto el dicho que señala que la justicia, aunque en muletas, llega al final del camino. Se ordenó al estado reparar integralmente los perjuicios que se vincularon al valor del premio debidamente actualizado, junto con la reparación de los perjuicios morales acreditados por la congoja que la falta de pago del premio le había causado.
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